lunes, 15 de septiembre de 2014

La violinista

Salió del estadio a eso de las 17:30hrs. Iba solo, atónito, estupefacto, en shock y sin poder ni siquiera pensar –Pero, ¿acaso podría pensar (o reaccionar) en ese momento? El momento en que por un segundo veía figurar a su equipo campeón, el momento en donde por primera y probablemente única vez vería a su equipo de toda la vida tan lejos; tan cerca, y en un segundo tan lejos de la apetecida copa. Cuantas veces había soñado con gritar lo que le habían gritado por tanto tiempo en la cara, cuanto tiempo había transcurrido desde que un simple gol lo había situado en la final y lo había predispuesto a olvidarse de todo, a centrarse únicamente en lo que de verdad importaba, en lo que le daría un respiro y alegría a su vida, que por cierto, tanto lo necesitaba, y que el fútbol pareciese ser el único que podría dárselo– Caminó, (o corrió) destrozado y deshidratado por dentro, porque no acostumbraba llorar y rara vez lo había hecho, pero esta tarde las lágrimas se pronunciaron como de una llave averiada y no pensaban parar, porque en una ocasión así llorar parecía la única salida, aunque claramente las lágrimas no revertirían el resultado ni sacarían la pena que tenía, ¿la ahogaría quizás?. Que importaba, su equipo había perdido y no le quedaba ninguna opción, excepto llorar.
Ni si quiera se despidió del pilucho, acto que había realizado durante toda la campaña en forma de cábala. No podía ir a su casa: “es solo un partido” le dirían. Era lo peor que podía escuchar. Una frase así le retumbaría en la cabeza hasta los sesos, porque eso no era solo un partido, no lo era. No para alguien que conoce lo que de verdad es el balón pie. Así que avanzó por la avenida Grecia dentro de un trance del que difícilmente saldría fácilmente, en dirección hacia la cordillera, ya que sentía que su pasividad lo llamaba y porque ella, siempre imponente, parecía lo único más grande que su pena y desazón.
…De vez en cuando, se escuchaba un bocinazo celebrador que lo hundía aún más.
Si alguna vez se sentiría peor, seguramente sería en mucho, mucho, tiempo más (o, al menos, eso creía hasta ahora).
Por tener la vista empañada y fija en el suelo, donde estaba él en estos momentos, un poste con tres triángulos rojos que le dio en la frente lo conectó con la calurosa tarde de Santiago, y entonces evocó un único recuerdo, el primero desde que sonó el pitido final:
Era en la estación de metro ULA. Todavía recordaba el primer sonido melancólico que escuchó y que lo llevó hipnóticamente hacia la salida de la estación, y que le mostró lo más hermoso que había visto en su vida: una joven rubia, de tez perfecta y  que con su presencia emanaba una dulzura única; la mujer manejaba un triste pero hermoso violín de una forma fascinante, cada sonido que salía parecía elegido minuciosamente y era lo más bello que había visto y escuchado en su vida, la música le llegaba a la gente, a los perros, a él. Recordó que estuvo hipnotizado la media hora que duró el espectáculo, hasta las 18:36hrs, recordaba exactamente.
Estaba ahí su medicina.
Sin pensarlo ningún segundo entró desesperadamente al agujero que podría conducirlo hasta la violinista, es decir, que podría llevarlo hacia el único lugar de la Tierra donde podría quizás, solo quizás, olvidarse por un momento de la gran amargura que sentía. Ella de seguro estaría allí, como la última vez, recaudando monedas y moviendo sus perfectas manos al ritmo del maravilloso violín. Bajó a saltos las escaleras, como nunca antes, y corrió como si así fuera posible volver en el tiempo, saltar a la cancha, y tapar él mismo el gol que lo había condenado (pero eso ya no importaba tanto, porque una vez que viera a la violinista el gol no sería más que un mal trago). Cuando llegó a la línea amarilla se detuvo, impaciente por abordar el próximo tren, por dejar atrás el partido, lo sufrido y todo lo por sufrir. Increíblemente aún seguía botando lágrimas y lágrimas y el estruendoso gol que le arrebató el triunfo seguía repitiéndose, pero había algo distinto a los primeros momentos: ahora existía la violinista, por lo que todo podía ser mejor una vez que la viera.
Vio que venía un tren a toda prisa, y pudo por fin volver a respirar, ahora todo sería mejor, ahora podría digerir de mejor manera el desagradable momento que había ocurrido hace muy, muy poco tiempo, y las cosas podrían empezar a ir bien y quizás no sería tan difícil levantarse mañana. Pero el tren no titubeó ningún segundo, no quiso detenerse por nada en el mundo y tampoco bajar la velocidad: al pasar, una luz roja le indicaba que ya eran más de las 18:00hrs, que la violinista ya estaría instalada en un punto de Santiago demasiado lejos como para llegar en media hora, que ya no alcanzaría a verla, que todo se volvería a derrumbar de una manera mucho más escabrosa, que el día de mierda podía ser aún más de mierda, que se había quedado sin copa, sin triunfo, sin celebración, y ahora, sin violinista. Todo lo malo era ahora más malo. Divisó por última vez como se alejaba el tren y se llevaba consigo la última esperanza, la única opción de salir del agujero en el que estaba en estos momentos. Con el carro final se iba todo indicio de felicidad, y volvía una vez más la aflicción y la pesadumbre del comienzo; él quería que con ese maldito carro se fuera también el día, la pena, las burlas, el momento, el gol al último minuto, las lágrimas, el dolor de cabeza, la rabia, los hinchas rivales, la tarde, el asqueroso calor del metro, el olor a estadio todavía impregnado, la profunda tristeza, el partido, la amargura, el desazón, el campeonato, la fatiga, el odio, la semana, la vida.
No sabemos cuánto tiempo permaneció bajo la tierra: en la estación, oculto, debajo de la superficie y del día, (donde sentía que tenía que estar en ese momento y donde le correspondía estar en ese momento), pero sabemos que estuvo más del suficiente. Siempre todo es más de lo suficiente.


Autor: pipoxreydet

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