domingo, 28 de septiembre de 2014

La noche, continuamente, es la personificación de los deseos: los sentidos 

se agudizan y soñamos con hazañas comunes pero irreales, con doncellas 

tiernas y sonrisas sinceras.

En una de esas nos encontramos absortos e ingobernables, dejándonos 

llevar por susurros cantados de media noche y es quizás cuando de verdad 

despertamos, ante nuevo mundo, extranjeros pájaros, extravagantes 

versos. Nadie se acordará jamás de nuestra rebeldía, fingiremos creer 

en los amores imposibles y besaremos nuestras más crudas mentiras, 

intentando salvarnos de la demencia, de la soledad.

Justamente, en un ataque de lucidez, alguien advirtió una mano pintada en 

una pared, dejando una melancólica huella de un suspiro. Usted sospecha 

bien, porque detrás de esa pared quizás se halle la mujer que nos salve 

la vida, no tan lejos de donde los arboles nos vieron nacer, y fue más 

revelador aun cuando adivinamos la misma huella en otros portones, en 

ventanas y en prófugos globos de la feria. Sí, no podemos evitar dejar un 

suspiro como respuesta, a costa de poemas y canciones, de un francés 

ridículo, de persecuciones carnavalescas insensatas. Entonces fue cosa 

de tiempo y en menos de un par de baladas a la luna, nuestra doncella se 

habría camuflado tras cada esquina, constante y lejos, y en honor a las 

pesadillas de cabrera, nuestra vida hubiese durado solo un instante.

Entonces ¿A quién deberíamos hacerle caso? ¿No es la metáfora un 

recurso frecuente en la vida? Este nada humilde escritor no lo sabe. 

Todos en la vida ofreceremos ríos de lágrimas, recorreremos el mundo y 

pretenderemos domar la voz de las nubes, todo por una sonrisa. Y tras esa 

sonrisa, miraremos atrás y la vida estará pagada.

Autor: Nicolás Maturana

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