La noche, continuamente, es la personificación de los deseos: los sentidos
se agudizan y soñamos con hazañas comunes pero irreales, con doncellas
tiernas y sonrisas sinceras.
En una de esas nos encontramos absortos e ingobernables, dejándonos
llevar por susurros cantados de media noche y es quizás cuando de verdad
despertamos, ante nuevo mundo, extranjeros pájaros, extravagantes
versos. Nadie se acordará jamás de nuestra rebeldía, fingiremos creer
en los amores imposibles y besaremos nuestras más crudas mentiras,
intentando salvarnos de la demencia, de la soledad.
Justamente, en un ataque de lucidez, alguien advirtió una mano pintada en
una pared, dejando una melancólica huella de un suspiro. Usted sospecha
bien, porque detrás de esa pared quizás se halle la mujer que nos salve
la vida, no tan lejos de donde los arboles nos vieron nacer, y fue más
revelador aun cuando adivinamos la misma huella en otros portones, en
ventanas y en prófugos globos de la feria. Sí, no podemos evitar dejar un
suspiro como respuesta, a costa de poemas y canciones, de un francés
ridículo, de persecuciones carnavalescas insensatas. Entonces fue cosa
de tiempo y en menos de un par de baladas a la luna, nuestra doncella se
habría camuflado tras cada esquina, constante y lejos, y en honor a las
pesadillas de cabrera, nuestra vida hubiese durado solo un instante.
Entonces ¿A quién deberíamos hacerle caso? ¿No es la metáfora un
recurso frecuente en la vida? Este nada humilde escritor no lo sabe.
Todos en la vida ofreceremos ríos de lágrimas, recorreremos el mundo y
pretenderemos domar la voz de las nubes, todo por una sonrisa. Y tras esa
sonrisa, miraremos atrás y la vida estará pagada.
Autor: Nicolás Maturana
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