domingo, 28 de septiembre de 2014

Fortissimo.

Cuando el león, célebre mensajero de dios, despertaba desesperado por una serpiente

interior, empezaron a sonar los tambores palpitando de forma Adaggio. Paso a tam, paso a 

tum, ahogado en el ritmo, busca en las huellas del viento algún corazón devoto dispuesto a 

sacrificarse por él. A lo que los violines empezaban a turbar las hojas hasta hacerlas crujir, el 

león iba limando su colmillo con intrínseco apetito, perfecta ecolocación innata hasta que, 

como palo de agua, hunde sus dientes en cascada en el cuello de la gacela, festín en re menor 

de sangre, ocaso otoñal perpetuo, histórico yaraví en si tragedia.

Las soprano lloran majestuosamente entre 3 y 4 octavas desde sus volcánicos senos redondos 

para reclamar al cielo quien, como última instancia vital, les responde con una sucesión de 

semifusas al corazón.

Llegan más leones y se reparten los muslos, el lomo, se adueñan de sus noches y de sus 

instintos. La orquestra sabe lo que se avecina, lo huele, y ragtime en el piano, desesperados 

los violines, en escape constante los timbales, se lamentan y suenan perdón. Pero Dios no 

escucha, tal vez porque vive en otro cielo, tal vez porque no hay música en los avernos.

Se agitan los timbales, se prepara la repetición musical. No bastaban simples aleteos sonoros 

para trucar a la muerte. El pianista rueda en el piso, borbotea su sangre, abismo de rosas. La 

orquestra no se resigna. Prisioneros en su melodía, réquiem de su desesperación, temen entre 

andante y allegro. Súbitamente suena un do, que qué pasa, el do no concuerda con la escala 

de mi menor, es que las soprano, no, ya no importa, sálvense los violines en su soledad. Pero 

se ignora si uno sigue tocando, como la vida tal vez, no se sabe si se vive, la música no nos vela 

en la muerte. 

Con la lentitud del alba la orquestra se fue apagando. Ya solo quedan los tambores quienes 

apretándose el corazón simulan cabalgata hacia el horizonte, escapando del día y los 

tormentos nocturnos sin sospechar acaso la omnipresencia decrépita de la noche. Se huele el 

rojo trágico, se oyen el fin de los días. Ni Chopin ni Bach se atrevieron a arreglar los gritos de la 

muerte. Ya apenas se escucha un llanto sincopado. Este apenas tiene color ni ritmo.

Autor: Nicolás Maturana

No hay comentarios:

Publicar un comentario