Cuando el león, célebre mensajero de dios, despertaba desesperado por una serpiente
interior, empezaron a sonar los tambores palpitando de forma Adaggio. Paso a tam, paso a
tum, ahogado en el ritmo, busca en las huellas del viento algún corazón devoto dispuesto a
sacrificarse por él. A lo que los violines empezaban a turbar las hojas hasta hacerlas crujir, el
león iba limando su colmillo con intrínseco apetito, perfecta ecolocación innata hasta que,
como palo de agua, hunde sus dientes en cascada en el cuello de la gacela, festín en re menor
de sangre, ocaso otoñal perpetuo, histórico yaraví en si tragedia.
Las soprano lloran majestuosamente entre 3 y 4 octavas desde sus volcánicos senos redondos
para reclamar al cielo quien, como última instancia vital, les responde con una sucesión de
semifusas al corazón.
Llegan más leones y se reparten los muslos, el lomo, se adueñan de sus noches y de sus
instintos. La orquestra sabe lo que se avecina, lo huele, y ragtime en el piano, desesperados
los violines, en escape constante los timbales, se lamentan y suenan perdón. Pero Dios no
escucha, tal vez porque vive en otro cielo, tal vez porque no hay música en los avernos.
Se agitan los timbales, se prepara la repetición musical. No bastaban simples aleteos sonoros
para trucar a la muerte. El pianista rueda en el piso, borbotea su sangre, abismo de rosas. La
orquestra no se resigna. Prisioneros en su melodía, réquiem de su desesperación, temen entre
andante y allegro. Súbitamente suena un do, que qué pasa, el do no concuerda con la escala
de mi menor, es que las soprano, no, ya no importa, sálvense los violines en su soledad. Pero
se ignora si uno sigue tocando, como la vida tal vez, no se sabe si se vive, la música no nos vela
en la muerte.
Con la lentitud del alba la orquestra se fue apagando. Ya solo quedan los tambores quienes
apretándose el corazón simulan cabalgata hacia el horizonte, escapando del día y los
tormentos nocturnos sin sospechar acaso la omnipresencia decrépita de la noche. Se huele el
rojo trágico, se oyen el fin de los días. Ni Chopin ni Bach se atrevieron a arreglar los gritos de la
muerte. Ya apenas se escucha un llanto sincopado. Este apenas tiene color ni ritmo.
Autor: Nicolás Maturana
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